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1996

María José Gallardo
Del 16 de Diciembre at 28 de Enero

Rondaban las diez y media de la noche y llovía más de lo que había llovido en lo que iba de invierno. Un viento inusualmente impetuoso azotaba y meneaba con agresividad las luces navideñas que colgaban de cables de dudosa y basta estética de un extremo al otro de la calle. Entre los adoquines y en la propia rugosidad de estos, se acumulaba el agua de la lluvia, creando un archipiélago de espejos donde se reflejaba el esquizofrénico movimiento del alumbrado. Durante el chaparrón, la muchedumbre que había pasado la tarde de compras navideñas, se había ido refugiando en tropel en los diferentes restaurantes, bares y antros de la zona, quedando la calle desierta y los locales abarrotados.

Yo, que hacía un par de semanas que me había instalado en la ciudad, deambulaba perdido, con una bolsa de El Corte Inglés que contenía una Moleskine (en la que había depositado la confianza y esperanza de organizar mi vida) y un ticket de compra que marcaba 21’90€ -un precio desproporcionado e inasumible para mi economía, pero insignificante en relación al propósito que debía cumplir aquella agenda). Con una mano agarraba la bolsa, con la otra el paraguas (que debido al fuerte viento acabaría siendo tan inútil como aquella agenda en la que sólo llegué a escribir mi nombre completo, dirección y número de teléfono en el apartado In case of loss, please return to, que aparecía en una de las primeras páginas).

Después de haber pasado por la puerta de varios locales donde no cabían ni un alma y mientras cruzaba un entramado de callejones que separaban dos célebres plazas de la ciudad (la de la Encarnación y la de la Alfalfa), desde una de las bocacalles vislumbré la puerta de un garito del que emanaba una tenue pero sólida luz roja. El chaparrón se intensificaba, por lo que aligeré el paso, emprendiendo una torpe y desmañada carrera que me llevaría hasta aquella puerta.

Tras subir los dos peldaños que daban entrada al garito y sobrepasar el umbral de la puerta, me percaté de que a mi derecha, en un hueco que quedaba entre un improvisado escenario y la propia entrada, se encontraban dos hermanas de la Compañía de Sor Ángela de la Cruz (reconocibles por su hábito de túnica marrón, escapulario blanco y toca negra). Por el contexto y el lugar en el que se encontraban (muy próximas a la puerta), supuse que estaban esperando a que escampara para volver al convento. Sus miradas se posaron, hieráticas, sobre mí.

-Buenas -articulé con dificultad, entre jadeos, pues aquella carrera había sido lo más cerca que había estado del deporte en un lustro-.

-Buenas noches -respondieron rápidamente en una (bajo mi parecer) siniestra sincronía, sin mutar el hermetismo de sus semblantes-.

Tras apartar la mirada de las Hermanas de la Cruz, un fuerte olor desembarcó en mi pituitaria. De la multitud, agolpada en apenas cuarenta metros cuadrados y ataviada con excesivos y exagerados abrigos (incluso para el día más frío que se pueda imaginar en una ciudad como Sevilla), emanaba un fuerte y denso tufo a humanidad (siempre he pensado que aquel que por primera vez vinculara este olor a la humanidad, no debía tenerle mucho aprecio a esta), combinado con una rancia e insufrible mezcolanza de perfumes y colonias, cerveza derramada en el suelo y cañería (los baños debían estar cerca, aunque en ese momento era incapaz de situarlos).

Me dispuse a alcanzar la barra para pedir una caña. En el corto pero atropellado camino (“perdone”, “disculpe, voy a pedir”), cuando un zapato no pisaba cristales, la suela del otro se quedaba adherida a la pegajosa mezcla que barnizaba el suelo. Una vez alcanzada la barra y mientras esperaba a ser atendido, tras una ojeada a mi alrededor me percaté de que de las paredes colgaban una serie de cuadros (una veintena aproximadamente). Muchas de las personas que allí había, se organizaban en pequeños corros en torno a esos cuadros.

-(…) esos retratos, esas orlas… Todo lo hace con una factura impecable -pude oír cómo le decía una señora a un señor que estaban cerca, esperando también a ser atendidos por el camarero. Yo, desconocedor por completo de los términos artísticos, al hablar de una factura impecable, pensé en algo mucho más… fiscal, podría decirse.

Vi que en la barra había una pila de vasos de chupito junto a una botella de Flor de Utrera y viendo que aún no me había atendido el personal del local y que la gente se servía a placer, me animé a servirme un vasito de aquel anís. Mientras lo bebía a pequeños sorbos, eché de nuevo una ojeada al local. Junto a la puerta sólo quedaba una Hermana de la Cruz.

-Buenas noches, ¿qué le pongo? -gritó el camarero para que pudiera oírle. Tras más de diez minutos esperando y tres vasitos de anís, el camarero se percató de mi presencia.

-Una caña por favor, si puede ser en vaso de sidra -grité yo también.

Mejor en vaso grande, así postergaba el tener que pasar de nuevo por el calvario de llegar hasta la barra y esperar a que me sirvieran, pensé.

-Dos cincuenta -volvió a gritar mientras me arrimaba la cerveza recién servida del barril y con la espuma rebosando por los bordes del vaso de sidra.

Buscando la cartera entre los bolsillos de mi abrigo (excesivo y exagerado incluso para el día más frío que se pueda imaginar en una ciudad como Sevilla, por cierto), vi que inmediatamente a mi derecha estaba la Hermana de la Cruz (la que aún no se había ido), sirviéndose un vasito de anís. Mientras contaba las monedas para pagarle al camarero, observé cómo la monja se giró hacia mí. No pude evitar mirarla, instante que ella aprovechó para beberse el chupito lentamente, aunque de un solo sorbo, sin apartar su mirada de la mía. Su gesto seguía siendo tan hierático e inexpresivo como el que vi al entrar en el local. Deduzco que el mío sí que se había transformado, pues la situación me resultaba violenta y grotesca cuanto menos.

-Aquí tiene -le dije al camarero en un tono notablemente temeroso (la monja me seguía mirando), dejando dos monedas de un euro y una de cincuenta en la pringosa superficie de la barra y deseando apartarme de allí.

Fui alejándome poco a poco hasta encontrar un pequeño hueco, bajo uno de los cuadros más grandes (una suerte de orla en la que aparecían niños con camisetas de grupos de música y cantantes). Lo observé durante un buen rato, llegando a contar a los cincuenta niños que aparecían en aquel cuadro y preguntándome si el número cincuenta significaría algo para el artista, o si aquellos grupos e intérpretes (desde ACDC o Kiss, pasando por The Who o Queen, hasta Madonna o Janis Joplin) habían marcado su infancia o juventud.

Justo a mi izquierda, uno de esos corrillos de personas que aparentemente conocían la obra del artista, hablaban entre ellos.

-En esta exposición, Mariajosé ha alcanzado una etapa de madurez donde el equilibrio entre la técnica y la narrativa es exquisito, inteligente y poco evidente, lo cual agradezco -sentenció uno de los señores del corrillo.

-Yo, personalmente, pienso que con esta exposición Mariajosé sí que ha demostrado su desenvoltura en la factura, en la técnica, además de forma evidente en los dos cuadros de mayor formato. Pero no estoy de acuerdo con lo que dices de la narrativa, creo que este proyecto expositivo carece precisamente de un hilo narrativo en el que se unifiquen todas las obras -apeló otra señora del corrillo.

-¿Cómo puedes decir eso? ¿No ves claramente que todas estas obras aluden a la infancia perdida? Las orlas, los retratos, los guiños a lo naif… En todos estos cuadros Mariajosé Gallardo habla de la pérdida de la infancia, del paso (obligado o no) de la infancia a la adultez -volvió a responder en tono altivo el señor.

-Ah, pues no había caído en eso. Cuando he visto los cuadros he supuesto que era una sátira a los discursos fácticos actuales, a esa petulante e hipócrita corrección política. Pero no sé, quizá esté equivocada -respondió tímida otra señora del corrillo.

Yo, que poco entendía de lo que estaban hablando, al menos me enteré de que no se trataba de un artista, sino de una artista.

Un poco agobiado por la densidad tanto del ambiente como de las conversaciones, decidí dirigirme a la puerta para fumarme un cigarro. A lo lejos vi que junto al quicio de la puerta del local se encontraba la monja, mirando hacia la calle. Aún así continué. Durante el trayecto escuchaba frases tales como “la obra de Mariajosé es radicalmente feminista, sólo que no sabéis verlo”, “en su obra hay un devenir de la pintura, la pintura habla por sí sola y es el pilar fundamentar de su trabajo, pero al no ser abstracta…” o “la Pepa ya no hace tanto uso del pan de oro”.

-¿Pepa? Es una exposición de dos artistas diferentes y ni siquiera me he dado cuenta de eso – pensé.

Antes de llegar a la puerta dejé la cerveza en una de las barras ancladas a la pared que había cerca (una barra con dos superficies, una superior con orificios por los que se podía introducir un vaso y una inferior, sin orificios donde acababa apoyado el vaso). Una vez en la puerta me coloqué en el quicio contrario al que se encontraba la monja y empecé a liarme un cigarro. Seguía lloviendo, por lo que me estaba mojando un poco, algo que junto al frío de la calle, agradecí. En este caso, la monja no me estaba mirando (quizás ni siquiera se hubiera percatado de mi presencia, aunque fuéramos las dos únicas personas que estábamos bajo el marco de aquella puerta). Ella seguía mirando hacia el exterior, como al infinito, conservando la ausencia de cualquier atisbo de gestualidad en su rostro. Con el cigarro ya liado y entre los labios, saqué del bolsillo del pantalón el mechero y lo encendí. El ruido del mechero hizo que la monja girara la cabeza hacia mí. Yo la miré y en este caso me mostró una leve sonrisa, a lo que yo respondí de forma similar, aunque con un matiz desconfiado y algo forzado.

-Perdone, ¿podría darme usted un cigarro? -en ese momento dudé si las monjas tenían prohibido fumar o no. No obstante aquel no era mi problema.

-Es de liar -esto es algo que los que fumamos tabaco de liar sabemos que es un tanto disuasorio.

-Sin problema -contestó dulcemente con una sonrisa más amplia que la anterior.

Si se hubiera tratado de otra persona le hubiera preguntado si sabía liárselo o no, en este caso me resultó demasiado violento preguntar a una monja si sabía liarse un cigarro, por lo que la pregunta fue otra.

-¿Se lo lío?

-Por favor -respondió de forma escueta y en tono agradecido.
Tras el paso de unos incómodos segundos mientras le liaba el cigarro, ella quiso entablar conversación.

-¿Ha venido a ver la exposición de Mariajosé Gallardo?

-La verdad es que pasaba cerca de aquí cuando empezó a llover bastante y me resguardé aquí fue el único local que no estaba atestado por completo. No conocía el trabajo de estas artistas, pero me ha resultado bastante interesante.

-¿Artistas?

-Sí, bueno, ¿participan dos artistas en esta exposición, no? Una tal Mariajosé y una tal Pepa.

Entre carcajadas la monja tomó el cigarro que le acababa de liar y con gestos me pidió el mechero. Tras haberlo encendido me devolvió el mechero.

-No, no. Pepa y Mariajosé son la misma persona. No pienses que es un álter ego ni nada así. En realidad la historia, al parecer, es mucho más larga, aunque más sencilla. Por cierto, soy sor Setefilla, ¿su nombre?

-Mi nombre es Guillermo, encantado Sor Setefilla. Oye, ¿y sigue usted mucho a esta artista? Pensé que estaba aquí con su compañera esperando a que escampara, que al igual que yo, había acabado aquí por casualidad.

-Guillermo, para las personas que somos de fe, la casualidad, el azar, no son absolutamente nada. Sigo a Mariajosé Gallardo desde una exposición que hizo muy cerquita de aquí, en esa misma calle -señalando a la izquierda-. Me atrajo que le dedicara una exposición a Hitler, aunque he de reconocer que una vez allí me encontré algo diferente a lo que esperaba. Pero bueno, así fue como conocí el trabajo de Mariajosé. Desde entonces intento ir a todas sus exposiciones.

En ese momento me surgieron muchas preguntas, sobre su interés por Hitler o sobre lo permitido y lo prohibido en la vida monacal. No obstante nunca llegué a hacer ninguna de esas preguntas.

-¿Y qué es lo que tiene la obra de Mariajosé para que le haya generado tal interés, sor Setefilla? -No se me ocurrió una mejor pregunta y quería evitar otro silencio incómodo.

-Bueno, lo que me interesa de Mariajosé es lo mismo que me interesa de todos los pintores que me apasionan. Si le soy sincera, de todas las disciplinas artísticas, la única que me interesa poderosamente es la pintura, ni siquiera la escultura o la imaginería (muy presentes en el arte sacro) me interesan tanto como la pintura. Cuando veo el trabajo de un buen pintor sé reconocerlo. La pintura es una religión, de hecho es la más perfecta de las religiones. En la pintura, a diferencia del resto de religiones, el cuerpo y el espíritu no se pueden concebir por separado, cuerpo y alma alcanzan el mismo grado de divinidad. Para mí los grandes pintores son como los santos, personas devotas de la pintura que sacrifican su vida por ella, a pesar de los pesares. Un sacrificio, un acto de amor en el que se haya la redención propia del pintor y de la pintura. Además, Guillermo, sí que es cierto que en la pintura de Mariajosé se da el fenómeno de lo arcano, de lo enigmático. ¿Qué sería de la fe sin el enigma, qué sería de la fe si todo fuera evidente, irrebatible y obvio?

Unas luces azules intermitentes y el ruido de sirenas de policía se acercaban desde lejos, aunque rápidamente, a la bocacalle por la que había llegado al local apenas hacía una hora. Yo permanecía en silencio, reflexionando sobre lo que sor Setefilla me estaba contando. El frío parecía mayor que cuando empezamos la conversación. Seguía cayendo un buen chaparrón.

-Guillermo -prosiguió mientras esbozaba una satisfactoria sonrisa-, si la pintura es la religión más perfecta de todas las religiones, lo es también porque es la única que se alza como un fin en sí misma. El resto de las religiones se manifiestan como camino, como doctrina mediante la cual se revela algo superior, algo supremo: Dios. La pintura es religión y es Dios, en su unidad de cuerpo y espíritu, de materia y alma, reside lo excelso. La pintura se revela en sí y por sí misma.

Dos coches del Cuerpo Nacional de Policía doblaron la esquina con rapidez y se detuvieron justo en frente de la puerta de aquel local, justo en frente nuestra. Las luces azules de los coches de policía se mezclaron con la luz roja que surgía del interior del local, generando un tono violáceo que envolvía aquella calle estrecha. El ruido de las sirenas generaba tal estruendo que no escuchábamos siquiera la música del interior del local. De cada coche bajó una pareja de policías y se dirigieron a donde estábamos, a la puerta del local. Uno de ellos se acercó a sor Setefilla.

-¿Setefilla Belmonte Ortega? -dijo con rostro y tono recio el policía.

-Sí, soy yo -respondió calmada mientras conservaba aquella satisfactoria sonrisa.

Otro policía se acercó a sor Setefilla, llevándole los brazos a su espalda y colocándole las esposas.

-Queda usted detenida por homicidio. Tiene derecho a guardar silencio, no declarando si no quiere, tiene derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, tiene derecho a un abogado, tiene derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee que ha sido detenida.

Yo quedé completamente paralizado, incapaz de reaccionar a lo que estaba ocurriendo. Mientras dos policías metían en la parte de atrás de uno de los coches policiales a sor Setefilla, ella me miró, sin renunciar a su sonrisa.

-Guillermo, no olvides que…
El ruido de las sirenas impidió que escuchara aquello que no debía olvidar.

Yo seguía completamente paralizado, solo en aquella puerta.

Mientras, todos dentro de aquel local habían permanecido ajenos a lo ocurrido.

Las luces y el ruido de los coches de policía se fueron alejando poco a poco hasta desaparecer por completo.

Guillermo Amaya Brenes, 2021